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Columna de Javier Ortega: La memoria de Ángela Jeria

5 julio, 2020
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A principios de 2005, cuando la campaña presidencial de su hija, Michelle Bachelet, comenzaba a desplegarse, Ángela Jeria recibía a sus visitas en su departamento de Américo Vespucio con Apoquindo, frente a la Escuela Militar, fumando y pidiendo que la trataran de “tú”. En una pared de su living colgaba una artesanía en cobre hecha por su esposo, el general de la Fuerza Aérea Alberto Bachelet. Se la había entregado poco antes de morir de un ataque cardíaco, tras sufrir las torturas de sus compañeros de armas, en marzo de 1974. Mostraba dos puños aferrados a unos barrotes y una firma: “Por luchar por la libertad, igualdad y fraternidad. General Bachelet. Prisionero de guerra. Enero de 1974”.

A metros de su puerta, justo enfrente, estaba el departamento de su hija y sus tres nietos, Sebastián, Francisca y Sofía. Bastaba que alguno de ellos se lo pidiera para que Jeria atravesara esa corta distancia.

Es difícil entender el ascenso de Bachelet sin dimensionar la importancia que tuvo para ella este apoyo en el frente más íntimo. Una colaboración fundada en la complicidad y en el respeto mutuo, y que en el caso de Ángela Jeria implicó un repliegue de los focos públicos una vez que Bachelet llegó a la cima. Jeria siempre fue la más política del clan y en los 70 se convirtió en una de las figuras más icónicas en la denuncia contra los abusos de la dictadura en el exilio, cuando su hija era poco conocida, incluso en la izquierda. Nunca dejó su compromiso con los derechos humanos, aunque tras su llegada del exilio sumó a esa causa su rol de mater familia.

Criada en una familia progresista y ligada a la masonería, “Gelo” era de personalidad y convicciones fuertes. En los 60 su independencia y opiniones contrastaban con el perfil de la típica esposa de un general. Llegó a ser directora de Presupuesto y Finanzas de la Universidad de Chile; comenzó a estudiar Antropología y Arqueología en el Pedagógico, para muchos uniformados un “antro” izquierdista. Apoyó la candidatura presidencial de Salvador Allende, a quien como gobernante llegaría a tratar y a estimar.

Aunque nunca asumiría una militancia política activa, en la casa fue la primera en darse cuenta de que su hija había fichado en la universidad por las Juventudes Socialistas. Se lo tomó mejor que su esposo.

Luego del Golpe y la detención y muerte del general Bachelet en una razzia política, ella y su hija fueron apresadas y torturadas por la Dina en Villa Grimaldi. De las dos, Jeria recibió el peor trato. En las filas de la Fach la culpaban de haber mal influenciado a su marido. Antes de ser detenida, la esposa de un oficial se lo recriminó en la calle: “Beto llegó a lo que llegó por tu culpa, porque tú le metiste esas ideas”.

La liberaron semanas después que a su hija. De la prisión la llevaron directamente a Pudahuel, donde ambas se reencontraron y partieron al exilio. A diferencia de Michelle Bachelet, contra Jeria se emitió un decreto de expulsión, bajo el argumento de que era “un peligro para la seguridad interior del Estado”.

Luego de eso, la diáspora. En sus intensos periplos de denuncia contra las atrocidades que se cometían en Chile, era presentada como la “viuda de Bachelet”. En una biografía inédita, Rocío Montes la retrata en marzo de 1975, apenas unas semanas después de su liberación, entregando su testimonio en Ciudad de México, junto a otras figuras del exilio, como Hortensia Bussi, la viuda de Allende. Contó su paso por Villa Grimaldi, donde estuvo casi una semana incomunicada en un habitáculo de madera: “Ahí permanecí durante cinco días totalmente a oscuras y sola”.

Se estableció con su hija en Alemania Oriental, entonces bajo el férreo régimen de Erich Honecker. A pesar de la evidente falta de libertades individuales, ambas se sentían seguras y agradecidas en ese país gris tras la Cortina de Hierro. En 1977, Jeria se trasladó a Washington, para trabajar con la viuda del excanciller Orlando Letelier, la escultora Isabel Morel, en un fuerte lobby para denunciar al régimen de Pinochet. Fueron sus años más intensos como figura pública.

Jeria nunca olvidó el día en que ella y su hija regresaron a Chile, cuando se le levantó la prohibición de ingreso: el 28 de febrero de 1979. Apoyó cotidianamente a sus nietos y a su hija, que retomó sus estudios de Medicina y también sus labores políticas en el PS clandestino. Ambas siguieron bajo la mirada acechante de la CNI. Especialmente Jeria, quien siguió colaborando con la oposición a Pinochet.

Evitó usar la palabra “perdón” para referirse al reencuentro nacional iniciado tras el retorno a la democracia. Lo suyo, decía, era tratar de entender, sin llegar a justificar, lo que había ocurrido. Por eso mismo, tratar de entender, su hija inició su reencuentro personal con los militares, cuando en 2006 cursó un diplomado en Defensa en la Academia Nacional de Estudios Políticos y Estratégicos. No lo hizo sin antes consultarlo con su madre.

Ángela Jeria gozó de una memoria privilegiada. Podía recordar fechas, diálogos y detalles de episodios de hacía décadas. A Gustavo Leigh, el comandante en jefe de la Fach cuando sobrevino el Golpe y bajo cuyo mando su esposo fue detenido, siempre le reprochó haber desconocido la amistad que por años cultivó con su marido. Sus encuentros no fueron gratos. “Tú lo mandaste para allá, tú lo designaste”, le dijo a Leigh, sobre el trabajo de Bachelet en el gobierno de Allende. Y agregó que su marido cumplió con lo que consideraba su deber: supeditarse al poder civil.

Otro amigo de Bachelet en la institución era el general Fernando Matthei, quien en 1978 reemplazó a Leigh al mando de la Fach. Años después de haber dejado el cargo, Matthei se confesaría avergonzado por no haber visitado a su amigo.

A diferencia de Leigh, Matthei nunca desconoció del todo su cercanía con Alberto Bachelet e hizo gestiones para que Jeria retornara del exilio. Por eso, ella siempre hizo la distinción. Sobre Matthei contaba la conversación que tuvieron cuando lo visitó en su despacho, tras volver al país.

-Cuánto has sufrido, “Gelo”, cuánto has sufrido- le dijo él, abrazándola.

-Quiero felicitarte por haber hecho cumplir mi derecho de vivir en mi patria- respondió ella, altiva.

-Ay, “Gelo”… ¡Tú no vas a cambiar nunca!

Javier Ortega es investigador de Periodismo UDP, coautor junto a Andrea Insunza de Bachelet. La historia no oficial (2005).




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