- Nani, Giovanni (Author)
- 186 Pages - 10/03/2017 (Publication Date) - Createspace Independent Publishing Platform (Publisher)
Judite recuerda con nitidez el primer contacto. Era 2006, ella tenía 16 años y su hermano Artur acababa de morir en el hospital tras un ataque brutal de unos homófobos cuando el Primer Comando de la Capital (PCC) tocó la puerta de su casa. Al abrir vio “un chaval delgadito, de gafas, con cara de nerd”.
—¿Eres la hermana de Artur? —preguntó.
—Sí, soy yo.
—¿Puedo hablar con tu padre?
—Sí.
Él salió y preguntó:
—¿Qué quieres?
—Hablar sobre Artur. Sabemos que usted es policía, pero venimos a ofrecerle cómo quiere que matemos a los tipos (que mataron a su hijo). ¿Me dice cómo?
Judite cuenta que su padre, impresionado, rechazó la propuesta. Confiaba en la justicia de Dios. “Aquel chaval llegó a decir: ‘Si quiere, grabamos’”, recuerda esta brasileña que creció en Mogi das Cruzes, en la zona metropolitana de São Paulo, en uno de esos barrios donde algunos amigos del colegio fuman crack y otros están presos o muertos. Esta periodista de 30 años prefiere usar ese nombre para protegerse al hablar de la enigmática hermandad de delincuentes que domina la vida cotidiana en decenas de prisiones y cientos de favelas de Brasil. El PCC es la organización criminal más poderosa de Sudamérica.
La banda nació en uno de los presidios más inhumanos de São Paulo, Taubaté, al año siguiente de la peor matanza carcelaria de Brasil. Cuando las prisiones brasileñas eran aún peores que ahora. Cada cárcel tenía un mandamás que permitía violar a la esposa de un preso deudor, abusar sexualmente de los reos más vulnerables o repartía celdas, recuerda Sidney Salles, de 52 años, que se alquiló una para él solo porque quería tener encuentros íntimos. “Los que tenían más dinero vivían mejor y sometían a otros”, cuenta ahora en su casa de Várzea Paulista. “Empezaron a cuidar de los reclusos. Personas a menudo vulnerables, que estaban en peligro. Crearon un poder para protegerlas, para que no les pegaran, violaran…”. Salles estuvo preso en la prisión de Carandirú durante seis años por atraco. Fue testigo del ascenso del PPC. Pudo cambiar los robos por el púlpito de pastor evangélico gracias a que sobrevivió a aquella época en la que cualquier disputa carcelaria se resolvía a puñaladas o puñetazos. “Para no ver llorar a tu madre, hacías llorar a la de otro”, dice. Aquel infierno comenzó a cambiar con un partido de fútbol que se jugó en el patio de la penitenciaría de Taubaté el 31 de agosto de 1993, el día que nació PCC.
Vídeo sobre la historia del PCC. En la imagen, el pastor evangélico Sidney Salles, uno de los presos que sobrevivió a la matanza de 111 reclusos en la cárcel de Carandirú en 1992.
Esa sigla, que suena a partido comunista chino o cubano, es la de un grupo brasileño del crimen organizado que tiene unos 35.000 “hermanos” bautizados en un ritual secreto. Con São Paulo como epicentro, están repartidos por Brasil y el extranjero. No todos los miembros están cortados por el mismo patrón. Unos son empresarios del crimen; otros, obreros. Son leales a la banda, emprendedores. El grupo posee negocios de drogas por unos 100 millones de dólares anuales (sin contar las fabulosas ganancias del tráfico a Europa), opera en todos los países de Sudamérica y colabora con mafias al otro lado del Atlántico. Esta es la historia de una organización tan peculiar como desconocida fuera de la región, que en enero pasado hizo historia en Paraguay cuando sus miembros protagonizaron la mayor fuga carcelaria del país.
El partido de fútbol que jugaron el Primer Comando de la Capital contra el Comando Caipira en 1993 fue el momento fundacional en que el poder cambió de manos en aquella cárcel, según los investigadores. El equipo ganador mató y decapitó al preso que dominaba la prisión y al subdirector. Patearon la cabeza del primero; la del segundo la pincharon en una estaca a la vista de todos, según describió Fatima Souza en el libro PCC: A facção. Una escena bárbara, inédita entonces. Ya no.
Los ocho presos que ganaron el partido forjaron una alianza. Ellos eran hermanos y el enemigo no serían otros presos, era el sistema. Las autoridades. Exigirían que sus derechos fueran respetados. Aceptaban cumplir su pena, pero no tolerarían que los mataran tras las rejas, que sus parientes fueran vejados o no tener agua para asearse. Lograron convertirse en la voz de los presos ante el Estado. Prosperaron en la delincuencia mientras implantaban sus métodos de gestionar el negocio y resolver conflictos en los barrios más desatendidos.
Celda a celda y calle a calle, el PCC se volvió un poder hegemónico en prisiones y barriadas. Tiene un núcleo duro de 35.000 hermanos bautizados en estos 27 años, explica Lincoln Gakiya, un fiscal que los persigue desde 2006 para sentarlos en el banquillo. Además, cientos de miles de personas más —delincuentes, trapicheros, pero también limpiadoras, albañiles, vendedores ambulantes o de telemarketing— siguen sus normas. Viven al ritmo que marca el Primer Comando de la Capital. Lo llaman estar en sintonía con el PCC (y también se llaman sintonía las áreas de la organización). El crimen organizado anida allí donde el Estado deja espacios.
Su funcionamiento es distinto al de los cárteles mexicanos, de la mafia italiana y de otros grupos criminales brasileños, señalan los académicos que lo han estudiado. La organización aplica su propio código de justicia, prohíbe el crack en las cárceles que controla, regula los precios de la droga en São Paulo y presume de estar detrás de la drástica caída de asesinatos de las dos últimas décadas en esa megalópolis. El fiscal Gakiya añade que el PCC controla rutas de tráfico de drogas desde la producción hasta la colocación en puertos al otro lado del Atlántico. Aliados europeos o africanos dan el último paso: llevarla hasta las narices de los europeos.
Aunque tiene un estatuto y difunde circulares, su funcionamiento está rodeado de misterio. Ningún hermano suele admitir ni proclamar que pertenece al PCC. Imposible saber cómo se reconocen entre ellos. Algunos académicos destacan sus modos empresariales, otros sus métodos militares. Para el sociólogo Gabriel Feltran, autor del libro Irmãos, uma historia do PCC, funciona como la masonería: “Es una sociedad secreta que se organiza con una distinción muy clara entre el negocio [de cada uno] y la organización política. Supongamos que somos tres masones. Yo tengo un restaurante, otro tiene un taller de recambios y otro es escritor… Cada uno tiene su negocio, no son negocios de la masonería. Pero cuando decidimos pertenecer a una hermandad, somos hermanos. Que mi restaurante tenga más plata que tu taller no implica distinciones dentro de la hermandad. Es una red de ayuda mutua”, explica en su despacho de la Universidad Federal de São Carlos, a 240 kilómetros de São Paulo. Feltran estudia desde hace 15 años las dinámicas de la banda a través de entrevistas con cientos vecinos de favelas paulistas.
“Es una organización única que da mucha independencia a sus miembros en sus actividades criminales en el bien entendido de que no serán predatorias”, coincide Steve Dudley, que estudia el crimen organizado en la fundación Insight Crime. Dudley subraya por correo electrónico que el PCC “prohíbe la extorsión”, algo “nada habitual en una organización que ejerce tanto control sobre el territorio en el que opera”.
La idea es que si a los hermanos les va bien, al PCC también. El autor de Irmãos lo describe como una organización notablemente horizontal, pero con posiciones disciplinares y de gestión que la articulan. Una red entre delincuentes que colaboran y cuyo corazón son los debates internos —a veces vía teléfono móvil desde prisión— para consensuar en cada caso la decisión correcta, siempre según sus códigos.
El académico recalca que no hacen negocios con cualquiera. Sus socios “no pueden haber violado, haber matado injustamente (sin su justicia), no pueden haber cometido un error grave en una misión o no haber sido lo suficientemente fuertes para evitar delatar”. Abusar de niños, asesinar sin permiso, pertenecer a un grupo rival o entregar a un hermano se paga con la muerte; algunos errores reiterados, con el destierro. Y las primeras faltas, con amonestaciones o multas.
El estatuto del PCC, reproducido en el libro de Feltran, tiene 18 artículos: los primeros dicen que sus miembros deben comprometerse “a luchar por la paz, justicia, libertad, igualdad y unidad” con la vista puesta “siempre en el crecimiento de la organización” y con respeto a “la ética del crimen”.
Al PCC se entra por invitación de al menos dos miembros que serán los padrinos del bautizado, explica la antropóloga Karina Biondi, autora del libro Junto e misturado: Uma etnografia do PCC. Allí cuenta que el grupo busca candidatos con ciertas habilidades. La principal: un enorme poder de persuasión. Pero también buena oratoria y una trayectoria de lealtad al crimen. En la ceremonia de bautismo prometen que la hermandad estará por encima de todo. “Varias mujeres me confesaron que se sintieron heridas cuando sus maridos se adhirieron. Decían: ‘Quedé en segundo plano, prefiere al PCC’”, relata por teléfono Biondi, una profesora de la Universidad Estatal de Maranhão que hace años empezó a investigar las dinámicas carcelarias del grupo mediante entrevistas a presos y parientes mientras visitaba a su marido, encarcelado por un delito del que fue absuelto.
Biondi explica que la banda abrió la puerta a las mujeres, a hermanas, hace unos años, pero que aún son pocas porque es muy arduo hacerse un espacio propio en un mundo tan fuertemente machista. El interés por incluirlas llegó al punto de organizar una campaña en la que ofrecía eximirlas de pagar la cuota mensual si se bautizaban, relata Biondi.
La aportación, que ronda los mil reales (200 dólares, 180 euros) y es menor para los miembros encarcelados, sirve para pagar visitas a las prisiones remotas, armas, alimentos para las familias más necesitadas o juguetes de Navidad.
Con la vista puesta en mantener a la policía lejos y que nada perjudique al negocio de las drogas, el PCC ha creado un sofisticado sistema de justicia propio basado en tres pilares que aplica dentro y fuera de las prisiones: el acusado tiene derecho a defenderse, está prohibido matar sin autorización y los veredictos se debaten hasta alcanzar un consenso. Resuelven disputas de toda índole, explica Rodrigo, el seudónimo elegido por un cineasta de 42 años que vive en Brasilandia, un conjunto de favelas en São Paulo con 280.000 vecinos al que no llega el metro y el que acumula más muertes por el coronavirus en la ciudad. Pocos respetan ahí la cuarentena porque viven hacinados, necesitan salir a ganarse la vida o no se creen que la amenaza sea tan grave.
En barrios como ese no confían en la policía, cuenta Rodrigo. Allí los conflictos se resuelven al modo PCC. “Todos se arreglan con los hermanos. ¿Voy a llamar a la policía para resolver mi problema? No, lo llevo al PCC”. Es lo que llaman llevar un tema a las ideas. “Es cualquier tipo de problema, desde una violación hasta el robo de unas zapatillas de tenis”.
Esta hermandad de delincuentes también resuelve problemas cotidianos, como muestran varios ejemplos que rescata Biondi de sus investigaciones: quejas por un coche mal aparcado que impide el paso; una madre que les pide que hablen con su hijo, enganchado a las drogas; otra que protesta porque el dentista no aparece por el ambulatorio. “Algunos hermanos son más atentos con los vecinos, otros no quieren implicarse con problemas de hombre y mujer”, dice la académica. “Funciona de manera distinta en cada barrio, depende de quién está al frente”. Y cuando el PCC rehúsa implicarse, llegan las críticas del vecindario y se oyen quejas como “el barrio está abandonado, nadie nos cuida”.
Muchas veces, el sistema de la hermandad sustituye a la justicia ordinaria. En enero pasado, cuando la policía interrogó a Giulia Candido, de 21 años, por la muerte de su bebé, y después la dejó ir, el PCC asumió el caso a su manera. El bebé había llegado al hospital sin vida, con marcas de mordiscos en la cara y fracturas en el cráneo, el tórax, la mandíbula, la nariz y la clavícula. Para los agentes no había indicios de que ella hubiera participado en la mortal paliza, según contó la prensa. Pero Candido fue secuestrada por delincuentes afines al PCC para sentarla ante un tribunal del crimen. Tuvo suerte: la policía alcanzó a rescatarla con vida. Según las autoridades, la organización la había sentenciado a muerte.
Las condenas se cumplen en horas. A diferencia de los jurados populares, estos tribunales de delincuentes no culminan con una votación. “Llegan a un consenso, nunca supe de una votación”, explica Feltran, y cuenta que sus fuentes siempre le han hablado de “debates infernales de horas y horas”. El sociólogo estudió un caso en el que llegó a haber 40 participantes al teléfono. Rodrigo, el cineasta, lo describe así: “Si robabas a un vecino, ibas a las ideas (una especie de juicio), las partes discutían, ellos (los hermanos) escuchaban y el que estaba equivocado pagaba. Una pierna rota o incluso la muerte”. La serie brasileña Sintonía, que emite Netflix, recrea uno de estos juicios sin mencionar la sigla de la organización. En una escena, varios criminales debaten de pie, en círculo, en una nave abandonada. Un hermano es acusado de matar sin permiso a un yonqui, otro ejerce de fiscal y un tercero que dirige la sesión telefonea al padrino del primero para que presente los argumentos de la defensa.
Pese a que es un sistema dictado por criminales, el sociólogo Feltran recalca que es lo más parecido a un sistema de justicia rápido, eficaz y gratuito en muchas de las barriadas más pobres y abandonadas de Brasil. En los 13 años que han pasado desde el asesinato homófobo de Artur, aquel treintañero al que su hermana periodista recuerda como alguien “muy moderno, muy diferente” que “daba clases de teatro en la favela”, nadie ha sido juzgado.
La banda ha alumbrado toda una terminología:
- caxinha (cajita)Cuota mensual
- ComandoPCC.
- Coisa (cosa)Enemigo. Policía
- CuñadasEsposas de miembros del PCC.
- DecretadoCondenado a muerte
- EstatutoCódigo de conducta
- FamiliaPCC
- HermanosMiembros del PCC.
- IdeasJuicios para aplicar su propio sistema de justicia
- SalvesCirculares informativas
- Sintonía general finalLa cúpula del PCC, la última instancia
El fiscal Lincoln Gakiya (Presidente Prudente, São Paulo, 1966) fue decretado por el grupo criminal por primera vez cuando nació su segundo hijo, hace 15 años. “Estaba regresando con mi mujer de la maternidad cuando me avisaron; (mis jefes) me recomendaron pedir un permiso de 15 días”. El temor convivió con la alegría de la llegada del bebé y las tareas de atender a su otro hijo, cuenta Gakiya en la sede de la Fiscalía paulistana. Al volver al trabajo quiso conocer la seriedad de la amenaza. “Saber quién, cómo, dónde y por qué de la amenaza de muerte”. Así arrancó su persecución del PCC.
El hombre que más ha investigado al PCC desde la justicia explica que el tráfico de drogas es el negocio principal del grupo que opera en toda Sudamérica —sobre todo en Paraguay y Bolivia—, pero tiene miembros en Estados Unidos, Portugal, España, Holanda y Reino Unido. “Todavía venden más dentro de Brasil, pero el tráfico a Europa es un camino sin vuelta porque es un lucro fantástico con poco riesgo”, dice Gakiya. Tanto, que blanquear el dinero es una de las urgencias del PCC. Basta pensar que el gramo de coca que, según la Global Drug Survey, se vende en Brasil por 12 euros, en Barcelona está a 60 euros y en Berlín cuesta 78 euros. Solo en Colombia es más barata.
Las cuarentenas por la pandemia de coronavirus han ahuyentado la clientela que se acercaba a las esquinas a por maría o coca, recalca el fiscal, y el cierre de fronteras ha perjudicado a sus negocios internacionales.
Cuando empezó a investigarlos, Gakiya descubrió que la orden de matarlo había salido de una cárcel cercana a su ciudad, donde estuvieron recluidos durante años los ocho jefes de la banda. Aunque los presos siempre hallan maneras de comunicarse y crean sus propios lenguajes, la telefonía móvil fue la panacea en Brasil. Sin los celulares, el PCC no habría alcanzado su poder actual, coinciden los especialistas.
EN 2006, EL PCC PARALIZÓ LA MEGALÓPOLIS DE SÃO PAULO. SIN LOS TELÉFONOS MÓVILES, NO HABRÍA ALCANZADO SU PODER ACTUAL
La organización dio su primer puñetazo en la mesa hace dos décadas. Gracias a la incipiente telefonía móvil, organizó un motín simultáneo en una treintena de prisiones del estado de São Paulo. El 18 de febrero de 2001, el PCC se presentó ante el gran público tomando como rehenes a los 10.000 parientes que estaban de visita en los presidios.
Cinco años después, otro golpe. Ante el traslado de cientos de sus miembros a otras cárceles porque se descubrió que planeaban amotinarse el Día de la Madre —las madres son sacrosantas—, el PCC respondió con un pulso al Estado. Ningún testigo de aquel mayo de 2006 en São Paulo lo olvida. Paralizaron la mayor ciudad de América Latina durante varios días con decenas de atentados simultáneos contra policías, comisarías, cuarteles… mientras, los presos de decenas de cárceles se levantaban contra sus guardas. Las escuelas, las tiendas y los bancos cerraron. Los autobuses dejaron de circular. Unas 560 personas murieron en dos semanas; parte por tiros de la policía. Fue la versión local del 11-S de Nueva York o el 11-M de Madrid.
Tres semanas después se vivió una de las escenas más surrealistas de la historia del PCC. Ocho diputados de una comisión de investigación sobre tráfico de armas acudieron a la cárcel para escuchar el testimonio del preso Marcos Williams Herbas Camacho, Marcola, un atracador carismático, inteligente y lector voraz, según Irmãos. Líder de la organización durante años, fue uno de los primeros bautizados y es considerado el gran símbolo del PCC. La transcripción oficial de esas cuatro largas horas de comparecencia ocupa más de 200 páginas y permite asomarse al hombre y a las entrañas de la banda, incluida la batalla fratricida que Marcola acababa de ganar. En este extracto habla del enfrentamiento con su predecesor, Geleião:
—El Sr Presidente (diputado Moroni Torgan): ¿Qué pasó?
—El Sr Marcos Williams Herbas Camacho (Marcola): Simplemente hubo una desmotivación para que la amistad continuara.
—¿Qué la causó? ¿Lo sabes?
—Divergencia de opiniones. Era muy radical, yo pensaba que nos acabaría por colocar a todos en una situación muy mala.
—¿Qué tipo de actitudes serían esas?
—Quería volar la Bolsa de valores. No era lo que ha pasado ahora, él quería atentados terroristas y yo era totalmente contrario, en la época, contra ese tipo de situaciones. Entonces empezamos a divergir mucho. Y como él tenía el poder máximo, mi vida corría mucho peligro en el sistema penitenciario de São Paulo.
(…)
Marcola venció aquella guerra por el poder pero perdió a su primera esposa, una abogada a la que sus rivales le pegaron dos tiros en la puerta de casa. El sospechoso de disparar fue asesinado poco después.
Nacido en Osasco, en la periferia de São Paulo, en 1968, hoy tiene 52 años. Aunque empezó como carterista —mal visto en el hampa— llegó a ser atracador, en su día la élite de la delincuencia brasileña. Lleva más de media vida encarcelado, se ha fugado varias veces, y es de los que ha podido saborear los frutos de sus negocios ilegales. A finales de los noventa se movía en avión privado. Su esposa le visita, tiene varios hijos y una de ellos estudia en Australia, según el fiscal.
Tras patear muchas favelas, el sociólogo Feltran discrepa de la fiscalía. Dice que el PCC “no es un cartel con capos”. Sostiene que en la etnografía indígena brasileña existen “muchos otros referentes que jefatura sin mando. Estoy seguro de que es una de esas jefaturas sin mando”.
La investigadora Biondi explica que “la palabra del PCC no es soberana”. Y evoca dos casos. La vez que los bautizados de un barrio se fueron de viaje para evitar recibir la circular que dictaba que por cada hermano que la policía matara debían asesinar a dos agentes, y los presos que se negaron a recibir “una salve de igualdad de género por la que cada celda tenía que aceptar un homosexual de los que estaban reunidos en una sola celda”. Los presos se negaron con el argumento de que el PCC estaba “siendo opresor”.
En la calle, la banda es invisible a primera vista. Nada indica en lugares como Brasilandia que controla un territorio. Ni banderas, ni pintadas. Mucho menos el exhibicionismo de los narcotraficantes de Río de Janeiro, que llegan a grabarse con el móvil mientras bailan funk agitando en alto el fusil. Los modos son más bien reflejo de la contención que caracteriza a los brasileños de São Paulo. Pero basta observar en muchas barriadas paulistas para distinguir grupos de chavales reunidos en las esquinas cualquier mañana entre semana, cuando las calles están desiertas porque todos han salido a trabajar lejos. Son adolescentes, incluidas algunas chicas, que parece que no hacen nada pero están atentos a la clientela mientras fuman marihuana. Son el final de la cadena, los que venden maría o coca a quien la pague.
Al desembarcar en los barrios, la banda impuso a los traficantes controles de precio para evitar la competencia y los conflictos. El PCC “no tiene el monopolio de la venta de drogas en São Paulo, le basta con regular el mercado”, dice Feltran.
Para los vecindarios de las favelas de São Paulo su llegada fue una revolución, como relata el cineasta Rodrigo. “Con la llegada del PCC, reinó la paz en la periferia. Lo que el Gobierno intentó hacer durante décadas, lo resolvió en un mes. Fue increíble”. Un cambio radical en la vida cotidiana de millones de personas. De adolescente, Rodrigo presenció tiroteos a menudo. “Eran comunes, especialmente en kermesses (fiestas religiosas). Toda fiesta tenía su pelea. La fiesta atraía a mucha gente a tomar vino caliente, y luego venían bandas rivales y llegaban los muertos”. Mientras en las periferias se atribuye al PCC el mérito de los bajos índices de violencia en São Paulo, en la academia sigue el debate y los fiscales como Gakiya rechazan que sea obra de la banda.
Gakiya calcula que el PCC mueve unos 100 millones de dólares al año con la venta de drogas, su principal negocio. Podría parecer poco si se compara con algunos carteles de América Latina, pero ese cálculo no incluye las ganancias internacionales porque, explica, aún no ha habido ocasión de estimarlas.
Para entender los fabulosos beneficios que promete la venta de cocaína a Europa, sirven las cuentas de otro negocio, el muy frecuente robo de coches de alta gama a punta de pistola en São Paulo. En Irmãos, Feltran hace el siguiente cálculo con una camioneta Toyota Hilux: alguien paga a dos chavales 900 reales (190 euros) a cada uno por robarla; el vehículo circula hasta la frontera con Bolivia, donde se cambia por 5-7 kilos de pasta base de coca que, cortada y vendida al por menor en Brasil, puede suponer 76.000 euros. Al otro lado del Atlántico, cada uno de esos kilos de coca supondría 80.000 euros.
El negocio es tan lucrativo que en 2017 se robaron en Brasil 1.149 camionetas Toyota Hilux
La droga se vende en Brasil a precios irrisorios para cualquier europeo. Y por eso es un momento crucial para el PCC. En el escaso tiempo transcurrido desde que se abrió a los mercados internacionales ha visto elevarse al cubo sus beneficios.
El último plan para matar al fiscal Gakiya es de finales del año pasado, después de que consiguiera que 22 hombres considerados los mandamases del PCC, con Marcola a la cabeza, fueran dispersados. Ahora están en cárceles federales, más modernas, vigiladas, menos atestadas que las estatales. Pasan 22 horas al día en celdas de aislamiento. Gakiya recalca que le hubiera gustado que la petición de dispersarlos fuera colectiva, firmada por autoridades judiciales y políticas, para evitar que lo convirtieran de nuevo en un blanco. Deja claro que si alguien puede presumir de haberlos dispersado es él; ni el exministro de Justicia Sergio Moro, ni el gobernador ni nadie. Solo él, que fue el único que firmó la solicitud.
Cree que estos traslados no afectarán al negocio del grupo criminal porque “tiene el engranaje de los negocios cotidianos muy aceitado, pero sí le va a perjudicar para tomar decisiones estratégicas”. El plan de Gakiya es ahondar en las fricciones internas para que la organización implosione.
En plena pandemia, el PCC ha recibido otro duro golpe, la detención de “su principal suministrador de cocaína, aunque no el único”, dice el fiscal. Gilberto dos Santos, Fuminho, detenido en abril en Mozambique, “no es miembro del PCC”, pero sí amigo de Marcola. Le llevaba los negocios personales.
Todavía venden más dentro de Brasil, pero el tráfico a Europa es un camino sin vuelta porque es un lucro fantástico con poco riesgo Lincoln Gakiya
Hasta parlamentarios o fiscales brasileños admiten que las prisiones son las grandes canteras de los grupos criminales, que reclutan frente a las narices del Estado. Como las bandas se reparten el dominio de los presidios, es frecuente que al recién llegado le pregunten si prefiere ir al ala dominado por el PCC u otro grupo. Gakiya revela que es habitual que, si uno es de una facción rival, se haga pasar por uno de ellos o directamente se convierta. Estrategias básicas para seguir vivo.
El 1 de enero de 2017, cuando los brasileños se recuperaban de los festejos de Año Nuevo, un ambiente siniestro se instaló en el patio de una cárcel de Manaos (Amazonia) tras las visitas familiares. Las cámaras de vigilancia captaron a docenas de presos armados con escopetas, pistolas, machetes, palos y barras de hierro a la caza de reclusos del PCC. Como la organización de São Paulo era minoritaria allí, los hermanos estaban en la galería de los indeseables, con los violadores y expolicías. Durante 17 horas de violencia brutal fueron asesinados 56 presos, la mayoría del PCC o afines: unos fueron decapitados, a otros les arrancaron el corazón, algunos fueron quemados vivos. Escenas de barbarie que luego circularon vía WhatsApp.
Fue el mayor golpe sufrido por el PCC en su historia. Su venganza, seis días después, en una prisión a 800 kilómetros, en Boa Vista, dejó 33 muertos del Comando Vermelho, la banda más poderosa de Río, y aliados locales. Estas orgías de sangre significaron la ruptura de años de alianza entre las dos organizaciones criminales más poderosas de Brasil. Comenzaba una guerra por el control de las rutas de droga y prisiones que ensangrentó el norte y el nordeste de Brasil. Para engrosar sus filas de cara a la batalla, el PCC simplificó las normas de reclutamiento, según han constatado investigadores.
El grupo criminal paulista había dado en Paraguay un año antes su golpe más espectacular con la vista puesta en eliminar intermediarios en su expansión internacional. Emboscaron la Hummer blindada del brasileño Jorge Rafaat, conocido como el Rey de la frontera, que controlaba el narcotráfico y el contrabando en la zona. Lo asesinaron. Un rival menos. La meticulosa operación ocurrió en Pedro Juan Caballero, la primera ciudad del lado paraguayo. Justamente su cárcel fue en enero pasado el escenario de la mayor fuga carcelaria de la historia de Paraguay. El fiscal Gakiya sostiene que la operación para sacar a 75 presos no fue organizada por la cúpula del PCC sino por alguno o algunos de sus miembros.
Las cárceles de Brasil son hace décadas un inmenso agujero negro. En los noventa era más peligroso para un delincuente estar preso que en las calles. Los criminales se mataban por cualquier asunto dentro o fuera de prisión. Y también eran exterminados. El PCC quizá no habría nacido ni ascendido tan rápidamente sin la matanza de la prisión de Carandirú, la peor de la historia brasileña, en 1992. Un año antes del truculento partido de fútbol en el que se fundó la hermandad, la policía entró en el mayor presidio de América Latina para sofocar un motín y mató a 111 reclusos. Sidney Salles, que sobrevivió a aquella masacre, abandonó el crimen y se convirtió en un pastor evangélico que dirige cinco centros de rehabilitación y da charlas sobre el sistema carcelario que le han llevado hasta Harvard, fue testigo de ese proceso: la llegada de los hermanos fue bienvenida por gran parte de los reclusos, dice.
En un país como Brasil, que tiene más de 800.000 personas encarceladas, el ascenso del PCC representó un cambio radical para los reos, explica Salles. De repente alguien defendía a los que eran violados, a los que no tenían visitas familiares porque eran demasiado pobres para costear el viaje, a los que no tenían un cepillo de dientes ni agua para lavarse. “Fue entonces cuando entró el PCC, desempeñando el papel del Estado. Hasta hoy”.
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